Testimonios 2017

“Me da miedo perder el otro ojo”

Jhoan Manuel Arias Santana

“E El martes dos de mayo terminé de rotular en vinil rojo las tapas de los radiadores de una moto en San Diego. Lo hicimos entre mi hermano Jhocer y yo. Cobramos treinta y seis mil bolívares en efectivo. En el morral de preescolar de mi hijo llevaba una pistola de calor, una paleta de fieltro, un exacto, una extensión, un envase con alcohol y una media para limpiar: mis herramientas de trabajo.

El día anterior, en la marcha al Palacio de Justicia, me había conseguido a un cliente y me hizo el encargo.
Estaba corto de dinero y necesitaba hacer el trabajo.

De regreso a la casa en la camioneta de pasajeros, nos paró la GNB en la autopista Valencia-Campo de
Carabobo, y un oficial nos advirtió que más adelante estaban quemando carros y cauchos: no había paso. El chofer dio la vuelta y dijo ‘hasta aquí llego yo’.

Un grupo de siete pasajeros decidimos seguir caminando por la autopista echando cuentos, mientras de lejos veíamos el gas lacrimógeno. Solo faltaban dos kilómetros para llegar a Los Caobos, mi casa.

Nos conseguimos un piquete de la GNB y un guardia sin casco ni máscara nos dijo: ‘mosca por ahí que la
autopista está peligrosa’.

Le explicamos lo de la camioneta de pasajeros y
continuamos por todo el medio de la vía para que no nos vincularan con la protesta. Había candela, humo y escombros hasta que llegamos a unos cuarenta
oficiales de la PNB, con escudos, motos y máscaras.
También muchos disparos, piedras y bombas.

—¡Corran ¿qué hacen por aquí guarimberos?!

—Hermano, venimos de trabajar.

—¡Fuera de aquí, ustedes lo que merecen es que         les echen plomo, por eso es que los matan!

—¡Corran!

—Déjennos pasar, que venimos de trabajar.

—¡Van a tener que correr!

—¿Por qué vamos a tener que correr?

—¿Ah, no van a correr? ¿Ustedes son arrechos?

El PNB dejó de disparar al aire. Me apuntó. Me disparó. Sentí un corrientazo en todo el cuerpo y un silbido. Era la una de la tarde.

Corrimos mientras le decía a Jhocer: ‘Me dieron, no pares’.

Nos separamos de las otras personas hasta que un muchacho en una moto nos rescató. Perdí el morral.

Me saqué un perdigón de plomo del brazo porque no había entrado completo. En la moto nos fuimos los tres y llegamos a mi casa, pero no quería que mis niños y mi esposa me vieran así. Mi cuerpo estaba lleno de sangre y de puntos rojos. Fui a casa de mi mamá, donde una doctora cubana de un CDI me puso Betadine y una
solución oftalmológica en el ojo derecho. Tenía un
perdigón adentro.

‘No puedo hacer más nada, tienes que ir a un centro de asistencia’.

Me puse muy nervioso. Pensé que perdería el ojo.

Tenía cincuenta y cuatro perdigones en el cuerpo en total, doce en la cara, y uno en el ojo.

El Hospital Central de Valencia estaba lleno de GNB y la orden era limpiar la heridas y luego los médicos debían entregar a los pacientes para que se los llevaran
detenidos. ¿Quién iba a creer que yo rotulo motos de motocross, tengo un puesto de perros calientes, dos hijos, no estaba manifestando y venía de trabajar?

No me atreví a ir.

Un amigo médico, en su casa, me sacó con un bisturí diecisiete perdigones. Aunque le tengo miedo a las inyecciones, me dejé anestesiar. A las once de la noche, gracias a un vecino, salimos a un hospital de campaña de la Cruz Roja en la avenida Bolívar de Valencia. Una doctora me estaba esperando, pero no había paso. No llegamos. Alcantarillas levantadas, piquetes de la GNB, cauchos quemándose, vías bloqueadas. Volvimos a salir a las seis de la mañana del miércoles. Me atendieron, me limpiaron, y un cirujano me dijo: ‘Tienes que ir urgente a un retinólogo, a un especialista, el ojo se está drenando’.

Veía como si lo hiciera a través de una bolsa amarilla.

De allí fui a una consulta privada, luego al Instituto
Docente de Urología, donde me dijeron: ‘Esto es de cirugía. Baja para que te den un presupuesto’.

2.150.000 bolívares, a pesar de la exoneración de los
honorarios médicos.

No hay nada que pueda vender que me permita cubrir ese monto. No tengo seguro medico.

Ya veía solo hasta la mitad. Hacia arriba veía negro.

Me acosté, porque el médico me dijo que descansara.

Cuando desperté sólo veía una pequeña franja en la parte de abajo. El resto negro.

En la noche perdí la visión por el ojo derecho.

Me lancé al piso. Me deprimí. Tuvo que venir mi mamá a consolarme. Tenía un presupuesto para la cirugía y ese mismo día había dejado de ver.

El viernes empecé una campaña por Twitter pero logré respuestas muy vagas de algunos políticos. Me ofrecían medicamentos y yo necesitaba cirugía. Una doctora del hospital Pérez Carreño, desde al anonimato, se
ofreció a atenderme. El lunes fui a Caracas. Fuimos, porque para todo me ha acompañado mi esposa
Desiree. Nos quedamos en casa de un pariente en El Observatorio, donde los tiros no nos dejaron dormir. No estamos acostumbrados a eso.

El martes, en cirugía menor, me sacaron el perdigón y me cosieron cuatro puntos. La doctora me ofreció hacerme la cirugía grande en el hospital. Había pasado una
semana desde el disparo. La operación se fijó para el viernes 19 de mayo.

Hice un bingo por la casa para reunir y comprar lo que me pidieron: un silicón de 370.000 bolívares y tres
inyecciones de esteroides para bajar la inflamación días antes de la cirugía, por 48.000 bolívares. Los vecinos
respondieron, pude comprar todo.

El 16 de mayo me avisaron que el equipo que se usa en la operación se echó a perder. Sigue malo todavía.

El verdadero problema y la razón de la operación era evitar la pérdida del ojo porque se me estaba secando y se me iba a desfigurar el rostro. Ha perdido tamaño.

He estado conversando con una fundación de oftalmólogos en Caracas para ayudar a los que no podemos. No cobran honorarios pero sí los gastos
clínicos. Tengo que hacer un bingo más grande porque en estos días además me toca la lista de útiles escolares, uniformes y zapatos de mis hijos (13 y 9).

Ahora choco con los marcos de las puertas, con la gente en la calle. Si me lanzan algo, no lo puedo atajar y
cuando me saludan no logro dar la mano
correctamente. No puedo estar al mediodía en la calle bajo el sol, porque me duele el ojo, aunque no veo nada por él. Mi esposa quiere que vaya a un psicólogo porque lloro por las noches.

Yo soy padre de familia y seguramente el que me disparó también. Ellos no piensan igual que uno.

En el hospital dijeron que no voy a recuperar la visión, pero yo tengo fe. La última marcha a la que asistí fue la del primero de mayo. Me da miedo perder el otro ojo. Si el precio por la libertad de Venezuela, es un ojo de la cara, yo ya lo pagué”.

Jhoan Manuel Arias Santana, 35, diseñador gráfico y perro calentero.

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